Y abrí la puerta tornasol… trilogía de colores albos, de colores de espaciales, como mi espíritu…
En la casa había simios que colgaban como lámparas de los techos. Había gente en los rincones como esculturas en los museos. Una tierna melodía sonaba todos los días a media noche, acompañadas de las intermitentes carcajadas y de los desesperantes ronquidos, formaban la sinfonía perfecta para ir a dormir. Nunca supe el nombre del señor que cortaba las rosas en el jardín, sí sabía a quien le llevaba el ramillete. Mi hermana las odiaba, nunca supe por qué.
Hoy es sábado, y mi abuela ha dicho que hay que estar temprano en pie para ir a misa mañana. A mí nunca me gustó la misa, era todo tan largo y tan aburrido, y yo a mi edad, ni siquiera podía comer la ostia que tanta atención me llamaba. Yo sé en secreto, que a mi abuelo tampoco le gusta ir, él me lo confesó una vez, hace años atrás, y estoy segura que él no sabe que logro recordar más de lo que ellos piensan. Mi abuela lo obligaba a ponerse chaquetón y corbata, a mí me tocaba la parte de los zapatos, que para bien o para mal, me tocaba lustrarlos todos los fines de semana. A mi abuelo no le gustaba, como decía, el padre y los rezos no iban con él. Pues yo sé que prefería contar cuentos a sus nietos o tomarse una “copita” de vino con algún amigo. Esas cosas le gustaban, disfrutar aprovechando el tiempo, de eso hablo.
Nunca nadie creyó que bajo mi cama había ladrones, yo sabía que ahí se escondían, y nadie lo creía. Decían que mi pieza era como un castillo, una fortaleza o un hogar, pues podían llegar y nadie los juzgaría. Yo nunca lo hice, no me importaba, no me molestaban. En mi ventana juega y se duerme el sol, nadie lo ve. Magos y hadas corren por mis repisas, nadie los ve. De lámpara tengo un marciano fluorescente que me dice qué vestido ponerme hoy. Ratitas hablan conmigo por las mañanas, me cuentan que han visto por los rincones de ésta gran casa, me cuentan lo que se habla acá y yo no logro escuchar. Despierto cada mañana con una mariposa que se posa en mi narizota y me canta los primeros ruidos animales del día.
Solía venir a jugar conmigo una chica luego de la escuela, llegaba siempre a las cuatro de la tarde con un paquete de dulces que compraba en una esquina. Creo que siempre quiso ser mi amiga, yo no entiendo por qué, yo no era de amigos, yo jugaba con la pelota que me había regalado mi madre antes de morir y no necesitaba más. Recuerdo que la chica siempre miraba y acariciaba las trenzas que me hacía mi abuela, eran muy largas, ella decía que eran cuerdas para llegar a mí, nunca la entendí.
A veces estábamos solas en casa, cuando mis abuelos salían a hacer sus caminatas por la avenida Remington. Ahí jugábamos al té y esas cosas que jamás me gustaron, yo se lo decía, pero ella estaba en otro universo con mis trenzas olor a manzanilla. Le conté de los animales que vivían conmigo, de esas lagartijas que recorrían mi cama en las mañanas, le conté de mis lámparas marcianas y de mis repisas mágicas, no me creía. Hasta que un día la invité, para mi cumpleaños, a quedarse en casa. Yo le contaba desinteresada mis cosas, no me importaba si creían o no, pero les decía pues no era extraño para mí. Esa noche, pasaron cosas extrañas, mi lámpara caminó a la ventana y saltó, como queriendo escaparse para tocar el sol que descansaba. El mago se convirtió en hombre y nos hiso dormir con un cuento de dragones submarinos. Las hadas se arrastraron por una escalera de nubes de colores, y en cada peldaño, sonaba una nota. Yo era espectadora solamente y me sentía como cuando íbamos con el abuelo a ver películas al cine, y mientras, mi amiga hablaba y hablaba diciendo casi como loca, que quería un cuarto así…
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